Artículo de Opinión
"Memorias Bajo Tierra" por Alvaro Lugo (@AlvaroLugo)
Siempre hemos sido una nación de rock; desde que nos fue trasplantado el género, nos lo ajustamos a nosotros mismos, a nuestro país y a nuestra forma de ser, nos creamos nuestra propia voz de rock, nos cosimos a la piel nuestro estilo propio de metal, nuestro punk suena venezolano y nuestras fusiones destilan tricolor.
El rock llegó a nuestro país en circunstancias únicas, sin el estigma de ser música de clases pobres, ni de juventud protestona o inconformidad sexual, llegó de la mano del principal productor de riqueza en Venezuela, la explotación petrolera, y con la guitarra, bajo y batería del extranjero que venía a trabajar en nuestro país; se estacionó en el Zulia antes de meterse en las venas de todo el país y crear su propia marca de rebeldía joven en un país con pocos motivos para revelarse, ofreciendo opciones a quien no las pedía y prometiendo delicias carnales a un país “virgen” y orgulloso de serlo.
Sin embargo el rock se abrió paso entre la música llanera y el folklore típico de cada región, la balada casi hímnica con inspiración italiana, los sones del Caribe, el bolero y después el disco, la salsa, el pop y la música urbana (ese pastiche creado a finales de los 70 y principios de los 80 para empaquetar el pop de la nueva ola de cantautores venezolanos, en su mayoría provenientes de bandas de rock de los 60 y 70), y así hacerse una pieza indeleble del panorama sonoro de nuestra patria.
Nuestro rock se sacó la cédula y se dio a la tarea de crear sus primeros nombres, sus primeras ideas y luego sus primeras leyendas. Comenzaron las experimentaciones y la importación de ideas, las que tuvimos que aclimatar a nuestro calor caribeño del norte de Sur América. Nos hicimos expertos en versionar (algunos dirían “fusilar”) éxitos extranjeros; y en la mayoría de los casos, crearles letras en castellano que no tenían nada que ver con sus originales en inglés, pero al mismo tiempo y tímidamente, comenzamos a crear nuestras primeras canciones y a darle identidad propia a aquel hijo adoptivo de nuestra propia cultura popular.
Algunos, mezclaron los estilos, les añadieron percusión y metales, los hicieron casi bailables y lo acomodaron al oído en clave salsa del venezolano fiestero y güapachoso, otros convirtieron las calles de Caracas en su propio Carnaby Street o Sunset Strip (depende de la década) o se crearon una sucursal de Londres o de Seattle sin neblina para poder ir con los tiempos.
El punto es que, de todo este corta y pega, de los primeros intentos y las primeras caídas, de las primeras negociaciones entre underground y mainstream en nuestra sociedad, nació nuestra propia idea de un género musical que se creó a sí mismo, que se dio forma –tal cual un Frankenstein sonoro- con partes que en teoría no debían encajar, pero que formaron un rompecabezas con partes de distintas imágenes que terminó viéndose muy bien; que nos ha dado nombres imborrables, nuestros propios héroes caídos, himnos, fechas de no olvidar, bandas de renombre local, nacional e internacional; mitos, chistes, cuentos y parafernalia que es lo que conforma un movimiento, una historia, una forma de vida y un país de rock.
El punto es que, de todo este corta y pega, de los primeros intentos y las primeras caídas, de las primeras negociaciones entre underground y mainstream en nuestra sociedad, nació nuestra propia idea de un género musical que se creó a sí mismo, que se dio forma –tal cual un Frankenstein sonoro- con partes que en teoría no debían encajar, pero que formaron un rompecabezas con partes de distintas imágenes que terminó viéndose muy bien; que nos ha dado nombres imborrables, nuestros propios héroes caídos, himnos, fechas de no olvidar, bandas de renombre local, nacional e internacional; mitos, chistes, cuentos y parafernalia que es lo que conforma un movimiento, una historia, una forma de vida y un país de rock.
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